
“Hola, me llamo negro y me dicen César”.
Así se presentaba, casi en serio, mi buen amigo César González a la gente que yo le daba a conocer. Llegó a cuarto año de bachillerato y rápidamente se hizo amigo de todos (quizá su nombre, homónimo del finado animador televisivo, ayudó también a eso). Todos le decíamos “negro” y no había problema con ello. Ni para él, ni para nosotros, ni para los suyos. Siempre ha sido “el negro”.
Y he tenido amigos y conocidos cercanos cuyo color de piel es negra a los que le digo negro sin ningún problema. De hecho, mi buena amiga Rock Mejicano me dice “negrito” y para nada tengo algún inconveniente, me gusta que me diga así. Nunca me he sentido menos o humillado por eso.
Con toda ésta situación mundial del recrudecimiento del racismo, la xenofobia y el antisemitismo provocado por la pandemia de la COVID-19, se ha puesto en tela de juicio y en revisión palabras e imágenes representativas que, teóricamente, pueden ofender o menospreciar a diferentes grupos culturales o razas. El progreso del mundo ha incrementado niveles de sensibilidad en áreas puntuales, pero hipócritamente dejan de lado a otras que realmente son las que causan estragos por su indiferencia.
¿Por qué hablo de esto? En las narraciones, a veces suelo decir “negro” como adjetivo. El negro Jhon Murillo, el negro Hurtado, el negro Mosquera. Nunca he recibido alguna queja o reclamo de quien nombro así, pero sí me han escrito a las redes sociales personas que creen que con decirlo, ofendo.
Quiero dejar claro que nunca mi intención es denigrar o menospreciar. Al contrario, en mi concepto (que no tiene que ser el de todos) le doy más poder a la descripción y al propio jugador. El negro para mí, tiene un físico privilegiado, es un portento. Así como también los llamo “búfalo”, “toro”, “jabalí”, “bestia”, al llamarlo negro quiero imprimirle una característica prodigiosa. Puede que no esté bien para el criterio general, ése que quiere erradicar el calificativo “negro” por “afrodescendiente”.
En un país con tanta riqueza de razas como Venezuela, donde de algún modo hemos crecido sin diferencias, siempre he considerado que decir “negro” no es un acto racista, entendiendo por racismo la ideología que defiende la superioridad de una raza frente a las demás y la necesidad de mantenerla aislada o separada del resto dentro de una comunidad o un país. Más bien, creo que tratar con calificativos especiales, aumenta la diferenciación.
Por ejemplo: el afrodescendiente me parece un eufemismo que pretende esconder una raza que no debe ser ocultada, tal como decir “persona de color”, en el que se considera “de color” solamente a los negros cuando todos tenemos algún color (marrones, blancos, amarillos).
Yo estoy claro que debemos luchar desde todos los ángulos por evitar la discriminación racial pero con palabras nuevas no estamos erradicando la realidad que transmiten. Rescato una frase del periodista español Alex Grijelmo, que ha dedicado muchos textos al análisis contextual del uso de las palabras, sobre el lenguaje que consideramos políticamente correcto en el tratamiento de razas: “Consigue la satisfacción de sus promotores, que de ese modo progresistas y respetuosos, mientras a su alrededor continúan los desmanes. Son discursos complacientes que solo disfrazan el pensamiento de que los negros son más débiles y que hay que protegerlos con el lenguaje”.
Así lo considero. Es preciso cuidar el lenguaje, pero no por llamar a alguien afrodescendiente en vez de negro dejaremos de ser racistas. Hay una realidad: los colores de piel diferentes existen, las razas existen y la lucha no se basa en cambiar los nombres sino atacar las reales causas.
Dice el especialista en comunicación colombiano Joaquín Robles Zabal: “Negro no es una palabra cuyo contenido semántico denote una acción despectiva. El significado no está en la expresión sino en las circunstancias que acompañan la acción”.
Pues lo he argumentado suficiente. Espero que nadie se ofenda cuando lo vuelva a decir o escribir.