
Para un niño de 16 años, asumir la responsabilidad de tener un país encima pidiéndole que cumpla sus objetivos, que juegue bien, que no se equivoque, debe significar una carga bastante pesada de llevar.
Y más cuando nuestra tradición futbolística nos rememora un pasado en el que las alegrías son recientes y que la gente se acostumbra a eso y exige que se repitan una y otra vez, como cualquier afición en el mundo. Para el futbolista venezolano, que su ADN está tratando de cambiar de los derroteros a ser competitivos en cancha y mente, ese exceso de exigencia puede pasarle factura. A una edad temprana, donde la personalidad se está formando, puede ser un duro lastre tener que cargar con tanto.

Y de eso se trata el profesionalismo. Lo exigente te debe moldear, te apura un proceso, te ayuda a madurar siempre y cuando en casa y en el equipo haya quien te ayude a orientar. Partiendo de este punto, hago referencia a las alabanzas y reconocimientos que en los medios de comunicación o a través de las redes sociales hacemos los comunicadores cuando un futbolista joven destaca en nuestro país.
He leído críticas. Nos hacen culpables de “agrandar” a los chamos con piropos, calificativos, sobrenombres. Algo que es normal en otros países futboleros, quizá en el nuestro no lo es por tantas desilusiones y fracasos, tanto individuales como colectivos. La gente tiene razón, no quiere ya más que le vendamos humo. Y ahora se intensifica porque el venezolano se ha sensibilizado ante tantas frustraciones, que van más allá de un resultado deportivo.

Tenemos cicatrices, hemos sido golpeados y no queremos que nos vendan más espejos. Sin embargo, a mí en lo particular, me es difícil no compartir mi alegría cuando un muchacho surge de entre las piedras para regalarnos hermosos gestos con el balón en los pies. Esa emoción, para quienes tenemos llagas de haber sufrido desazones futbolísticas, es inevitable no compartirla.
Pero toca entender y dar la razón a la gente. Nuestros muchachos aún no están preparados para manejar una alabanza y la gente no quiere falsas ilusiones. Es algo que se puede manejar con criterio porque, así como podemos disfrutar de las cosas buenas que hacen, la opinión muchas veces desmedida es un tizón de fuego para que el chamo se desoriente.

Hay algo real luego del análisis: la culpa no es del periodista que lo alaba. ¿Si es responsable? Puede ser, pero todo depende siempre del protagonista. Salomón Rondón llegó a Europa y logró el éxito en un ámbito de alabanzas. No se estrelló contra una pared de realidad sino supo trepar a la cumbre en ese contexto. Es decir, en cristiano: el éxito no depende de la opinión de los demás.
La crítica, como la alabanza, hacen daño. El criterio está en cómo lo hacemos, como comunicadores, porque influimos. Ciertamente influimos.